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Massa, Milei, la República de Weimar y el sabor amargo del «mal menor»

A principios de la década del 30′, el escenario político en la República de Weimar (Alemania) tenía tres grandes protagonistas: El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD), el mayor partido obrero de Europa, perteneciente a la Segunda Internacional; el Partido Comunista Alemán (KPD), alineado con la Tercera Internacional de Iósif Stalin, y el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NSDAP), simplemente conocidos como los nazis. Aunque estos últimos tal vez no ameriten presentación, dado que sus atrocidades son uno de los eventos históricos más conocidos.

Lo que pocos saben, en cambio, son los vaivenes del proceso político que acabó con Adolf Hitler al frente de la República de Weimar, posteriormente refundada bajo el nombre del Tercer Reich. Y, aunque estos parezcan hechos muy lejanos, repasar lo acontecido durante aquellos años puede servir para sacar mejores conclusiones sobre el balotaje al que Argentina se enfrentará en noviembre. Así que, comencemos.

Para situarnos en la época, lo primero que hay que entender es que, luego del Crack de 1929, Alemania revivió las convulsiones sociales de la Posguerra. La República de Weimar, que no acababa de recuperarse del deterioro social tras la hiperinflación de 1923, pasó a enfrentarse a una situación de desempleo masivo, pobreza y hambruna.

En ese contexto, los dos partidos de izquierda más importantes, socialdemócratas y comunistas, competían entre sí por capitalizar la crisis política.

El Partido Comunista Alemán seguía la política del «tercer período», también conocida como la estrategia «clase contra clase». Su tesis central sostenía que la SPD, considerado un partido socialista reformista, representaba un enemigo igual o incluso mayor que los nazis. Por lo tanto, centraban sus tareas de agitación y propaganda en atacar a los socialdemócratas, en lugar de formar alianza con ellos para frenar la amenaza nazi.

Este enfoque dividió a la izquierda y permitió que los nazis se beneficiaran de la fragmentación de su voto.

Durante las elecciones federales de 1930, la KPD obtuvo el 13% de los votos; la NSDAP sacó el 18% y el SPD, el 25%. Luego, en las de noviembre del 32′ (las segundas de ese año), los socialdemócratas cayeron al 20%, los comunistas subieron al 16% y la sorpresa la dieron los nazis, quedándose con el primer lugar y el 33% de los sufragios.

En aquel momento, la suma de los escaños obtenidos por ambas fuerzas de izquierda todavía superaba a las del partido de Hitler. Y podrían haber formado gobierno, para evitar la convocatoria a nuevas elecciones y el riesgo de un mayor crecimiento del nazismo. Sin embargo, no hubo acuerdo. Y sus mezquindades condujeron a los comicios de 1933 en los que, finalmente, el Führer se hizo con el Poder.

Las consecuencias para los comunistas fueron terribles. No sólo se inició una campaña de censura, persecusión y exterminio de los militantes de la KPD, sino que dicha campaña de aniquilamiento del comunismo transcendió las fronteras de Alemania y se aplicó en casi toda Europa, durante la Segunda Guerra Mundial. El costo más alto lo pagaron los fundadores de la Tercera Internacional.

Tras invadir la Unión Soviética en 1941, Hitler llevó adelante una política de genocidio en sus territorios ocupados. Se calcula que, al menos, unos 18 millones de civiles soviéticos fueron víctimas de la campaña de exterminio de los nazis. Una cifra tres veces mayor que el número de judíos ejecutados durante el Holocausto.

A pesar de todo, la Segunda Guerra Mundial la ganaron los soviéticos. La contienda culminó con el Ejército Rojo liberando Auschwitz y tomando Berlín. El tablero geopolítico se reconfiguró por completo tras el fin de la guerra. Y, entre las muchas cosas que cambiaron, la política exterior de la URSS fue una de las más importantes.

La Tercera Internacional abandonó la estrategia de «clase contra clase», según la cual los partidos comunistas del mundo no podían establecer alianzas con organizaciones afines al régimen burgués, y comenzó a integrarse a coaliciones con partidos procapitalistas, bajo la idea de frenar la «amenaza fascista». Aunque, hay que señalar, que dicha amenaza tomó muchas formas a lo largo de los años, a menudo contradictorias entre sí.

En 1946, en Argentina, el Partido Comunista cerró un frente electoral con la Unión Cívica Radical para enfrentarse a Perón, a quien rechazaban por haber sido un abierto simpatizante del Eje. Más cerca en el tiempo, sin embargo, ese mismo partido se integró a las filas del peronismo con la idea de enfrentar, primero, a la amenaza «neoliberal» de Macri y, ahora, a la «amenaza fascista» de Milei.

Estas mismas contradicciones fueron un patrón común en todo el mundo. Y condujeron a la disolución de las corrientes comunistas dentro de frentes de conciliación de clases o en armados burgueses que no planteaban ninguna superación del régimen capitalista.

Los procesos de disolución o asimilación tuvieron sus particularidades en cada país. Pero, en todos los casos, acabaron con una misma consecuencia: el debilitamiento de la clase trabajadora, su pérdida de identidad como sujeto político y el recorte de muchas de sus conquistas históricas, desde del desmantelamiento del Estado de bienestar iniciado por Reagan y Thatcher, hasta la más reciente reforma jubilatoria de Macron, pasando por la flexibilización laboral y la continua desaparición del trabajo formal.

Por todo esto, hoy el comunismo como tal es una fuerza política al borde de la extinción. Aunque, probablemente, la única excepción sea el troskismo argentino, un vestigio de la Cuarta Internacional.

El Frente de Izquierda es el único caso en el mundo de una fuerza política, con peso electoral propio y representación parlamentaria, que todavía plantea la dictadura del proletariado como horizonte estratégico para superar el orden burgués. Y, aunque su caudal de votos en las elecciones ejecutivas suele ubicarse entre el 2% y el 3%, posee un grado de influencia tal que, al día de hoy, el peronismo todavía le factura la victoria de Mauricio Macri en 2015, por haber llamado abiertamente a votar «en blanco».

Hoy, esta Izquierda se enfrenta a un escenario de batolaje, al igual que en el 2015. Pero, esta vez, el candidato que compite contra el peronismo no es un liberal excesivamente coucheado, sino un libertario con una prédica furiosamente anticomunista, que lleva de compañera de fórmula a una negacionista de la última dictadura y defensora de genocidas, la cual, además, figura entre los contactos del mismísimo Etchecolatz.

Por eso, en una porción importante del electorado, primó la idea de votar a Sergio Massa para evitar la victoria en primera vuelta de Javier Milei. Y esa es la explicación de por qué Unión por la Patria registró un crecimiento de casi diez puntos en las elecciones del domingo, ubicándose en primer lugar, a pesar de llevar de candidato a un ministro de economía con la inflación por encima de los dos dígitos.

Ahora, en el escenario de batolaje, el discurso de la «amenaza fascista» vuelve a tomar fuerza, pero esta vez para pedirle a la Izquierda que se pronuncie a favor del candidato oficialista.

Los cuatro partidos troskistas que integran el FIT-U se encuentran en un proceso de deliberación para definir un voto crítico a Massa o uno «en blanco», como en el 2015. Pero todo indicaría que, en esta ocasión, las formaciones de izquierda se inclinarían por un voto crítico al peronismo, sobre todo para no quedar aislados o perder autoridad entre los sectores del movimiento obrero y el activismo político que sí ven en Milei una «amenaza fascista».

Hay que señalar, sin embargo, que el Javier Milei que se encuentra en el balotaje no reúne hoy las condiciones para desenvolver una iniciativa fascista, ni tampoco para concretar las propuestas más descabelladas de su campaña. De hecho, ni siquiera tiene el visto bueno de los Estados Unidos para llevar adelante su tan mentada dolarización.

De ganar, el economista sería el primer presidente en ocupar el cargo sin haber un solo gobernador de su espacio político. No cuenta con el apoyo de las centrales sindicales y el único sindicalista de peso que lo había respaldado, Luis Barrionuevo, le retiró el beneplácito en el día de ayer. Tampoco ostenta jueces amigos, ni posibilidades de nombrarlos. Y cabe destacar que, con menos de cuarenta diputados y sólo ocho senadores, será la tercera minoría en ambas cámaras.

Por lo tanto, si el economista se convirtiera en el próximo presidente, vería seriamente comprometida su gobernabilidad.

No es el caso de Sergio Massa. El peronismo cuenta con el respaldo tanto de las centrales sindicales como empresariales. En especial, de aquellas ligadas al mundo PyME y la UIA. Todavía retiene ocho gobernadores propios y cuatro aliados de fuerzas provinciales, totalizando doce provincias. Presume, además, jueces adictos y medios afines. No sólo C5N, sino A24 y todo el conglomerado Vila-Manzano (Grupo América). Y concentra el aparato del PJ.

Todo esto convierte a Massa en el candidato perfecto para profundizar la agenda de ajuste que requieren el FMI y la burguesía nacional. Ningún otro reúne mejores condiciones para hacer el trabajo sucio a la escala que debe hacerse. Y, probablemente, nadie más podría hacerlo, sin una caída de gobierno.

No obstante, el criterio de gobernabilidad no es una aspecto central que el electorado analice a la hora de inclinarse por uno u otro. Los votantes no se mueven por análisis meticulosos, sino por las perspectivas más inmediatas. Y el corto plazo, en este momento, está dominado por el afán de derrotar las ideas fascistas de Javier Milei en el balotaje. Un clima ambiente del cual el troskismo no quiere quedarse afuera.

El problema es que una eventual derrota de Javier Milei no desactiva la «amenaza fascista» del economista libertario.

Milei es el emergente de una aguda crisis social y política. Capitalizó mejor que nadie el derrumbe del Frente de Todos. Y, en menos de dos años, logró hacerse con un bloque de 38 diputados y 8 senadores.

La aceptación de su prédica promercado, entre los sectores más golpeados por el ajuste, tiene su explicación en un proceso de destrucción de la credibilidad del Estado y de todo lo que es público, por parte del peronismo. No se puede amenazar con «pérdida de derechos» a las capas de la población que hoy trabajan «en negro», sin ningún derecho laboral. Ni advertir sobre el achicamiento del Estado a quienes hoy ya sufren la ausencia de este.

Debido a los compromisos de Massa con el FMI y la burguesía nacional, todo hace suponer que, en un eventual gobierno de Unión por la Patria, las políticas de ajuste que crearon a este monstruo, continuarán profundizándose. Y por lo tanto, el monstruo seguirá creciendo.

En tal caso, La Libertad Avanza podría ganar las elecciones de medio término, en 2025, y las presidenciales, en 2027. Si eso ocurre, dejaría de ser una fuerza política sin gobernabilidad, para convertirse en un espacio con mayoría propia en ambas cámaras. Y, entonces sí, la «amenaza fascista» se volvería real.

Por esta razón, lo único que realmente podría acabar con el fenómeno Milei es la aparición de una alternativa política al peronismo. La Izquierda puede constituirse como esa fuerza política. Sin embargo, para hacerlo, primero deberá darse un debate programático mucho más profundo que el triste voto a Massa, en nombre del «mal menor».

El ministro le pidió al troskismo su voto contra Milei. Ahora, el FIT-U delibera qué hacer en el balotaje, con el fantasma de la República de Weimar de fondo.

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