Si tuviéramos que elegir al científico que más aportes hizo a la Física y menos reconocimiento recibió por ellos, ese sería Ludwig Boltzmann. El austríaco defendió, casi en soledad, la concepción atomista de la materia frente a sus rivales, adeptos al energetismo. Hoy sus contrincantes se encuentran completamente desacreditados. Lamentablemente, no fue así durante sus años de actividad, en los que Boltzmann sufrió todo tipo de descalificaciones por parte de la comunidad académica.
La metáfora más famosa utilizada para atacar su trabajo fue la que hoy se conoce como «cerebro de Boltzmann». Y, aunque lleve su nombre, debemos dejar bien en claro que esta idea no fue planteada por él, sino por sus destractores.
Esto tiene que ver con sus aportes al campo de la entropía. Este concepto de la física se aplica principalmente a la termodinámica y explica el grado de caos o desorden al que tiende un sistema. Y aquí viene la paradoja: si todo sistema tiende a incrementar su entropía, ¿por qué el universo que observamos presenta un alto grado de orden? O, más inexplicable aún, ¿cómo es posible que exista vida orgánica compleja en un sistema que debería tender al caos? No perdamos de vista que nuestra biología supone la coordinación de una serie de procesos físicos y químicos cuya probabilidad de ocurrir de forma espontánea es casi nula.
Boltzmann respondió que somos una fluctuación aleatoria en un universo de mayor entropía. Con esto se refería a que, dado el tamaño del universo, incluso el escenario más improbable, la aparición y el desarrollo de vida compleja, se vuelve posible. O, dicho de otro modo: toda posibilidad, por improbable que sea, acaba cumpliéndose si existe un número infinito de eventos.
Como crítica a esta lógica surge el concepto de «cerebro de Boltzmann». Los destractores del físico austríaco argumentaron que, de aceptar que dichas fluctuaciones aleatorias podían dar lugar a sistemas altamente improbables pero altamente ordenados, entonces sería más probable la aparición de un «cerebro flotante», en comparación con la formación de estructuras complejas y organizadas como la vida humana tal como la conocemos. Y, por lo tanto, las conclusiones de Boltzmann debían estar equivocadas porque no existían cerebros flotantes vagando por ahí.
Lo que sus opositores nunca imaginaron fue que, muchos años después, la biología desentrañaría la naturaleza de un animal que se asemeja bastante a esa idea de cerebro flotante.
Los pulpos son criaturas marinas cuya clasificación taxonómica corresponde al de moluscos cefalópodos. Investigaciones recientes revelaron aspectos sorprendentes sobre la estructura y funcionamiento de sus tentáculos. Estos no son simples apéndices, sino que poseen una complejidad y una capacidad de procesamiento de información asombrosas.
Algunas investigaciones sugieren que los tentáculos pueden tener cierta autonomía y funciones de procesamiento similares a las de un cerebro en sí mismos.
Estos apéndices contienen neuronas y redes nerviosas que les permiten detectar estímulos táctiles y químicos, y mostrar respuestas autónomas incluso cuando están separados del cuerpo principal. Además, los tentáculos parecen tener la capacidad de aprender y adaptarse a nuevas situaciones de manera independiente, sugiriendo que poseen cierta autonomía en el procesamiento de información.
Sin dudas, estos animales hacen que la idea de «cerebro flotante» deje de ser una metáfora. Y pone en ridículo a la porción de la comunidad científica que ideó el concepto para desacreditar a Ludwig Boltzmann. Una prueba más de que, cuando se trata de ciencia, lo que importa no es el número de adeptos a una teoría sino su capacidad de resistir la prueba del tiempo y de las investigaciones posteriores. Y una razón más para rescatar a un gran científico, Ludwig Boltzmann, injustamente condenado al olvido.
Los destractores del físico idearon la metáfora de los cerebros flotantes para desacreditarlo, pero existe un animal que encaja perfecto con esa definición.