Cuando pensamos en la última dictadura militar en Argentina, hay un ejercicio muy simple que puede servirnos para entender la incongruencia del discurso negacionista, instalado en el último tiempo. Basta con ponernos en la piel de un civil desarmado que, por atreverse a pensar una sociedad más justa, es sacado a la fuerza de su casa y llevado a un centro clandestino de detención para ser torturado, ejecutado y desaparecido.
¿Qué habrá pasado en la cabeza de esta persona? Tal vez, que el final de su vida era inevitable, pero que algún día se haría justicia por el calvario al que estaba siendo sometida. Un consuelo pequeño e improbable que, en la Argentina, tuvo la paradoja de volverse realidad. Nuestro país es el único caso en el mundo de una nación que juzgó y castigó a sus propios genocidas. La película «Argentina 1985», nominada al Óscar en 2023, habla justamente de eso.
Sin embargo, a pesar de que una porción sustantiva de la población ejerce la memoria sobre estos hechos, una masa cada vez más grande de argentinos compra el discurso a favor de la dictadura. El cual va más allá de la famosa «teoría de los dos demonios», donde se igualaba a las víctimas con los represores. Ahora, más grave aún, tenemos una versión donde las víctimas son los victimarios y los genocidas, héroes.
De acuerdo con el relato que hoy encarna el binomio presidencial, Javier Milei y Victoria Villaruel, en los años setenta hubo una guerra. En esta, se habrían enfrentado grupos «terroristas», que atentaban contra la vida y la propiedad, contra un honorable gobierno militar que se vio obligado a hacer cosas terribles para ganar la contienda. Y que, en todo caso, los detalles escabrosos de los centros clandestinos de detención no formaron parte de un plan sistemático, sino de simples excesos individuales de los escalafones más bajos de las Fuerzas Armadas.
Este discurso, sin embargo, no resiste ningún análisis. Calificarlo de falaz es poco. Se trata, directamente, de un relato de fantasía, una ficción. Un conjunto de artimañas que nada tienen que ver con los hechos ocurridos durante la última dictadura militar.
Veamos punto por punto.
El mito de la guerrilla y el terrorismo
Una forma de justificar las atrocidades del Proceso de Reorganización Nacional es deshumanizar a sus víctimas. Convertir a los desaparecidos en monstruos. Seres por los que nadie podría sentir compasión y, si es posible, hacer que se vean como una amenaza.
Acá aparece el calificativo de «terroristas». Se trata de un término que, además de ser equivocado, es anacrónico, puesto que, si bien en ocasiones fue utilizado, en aquella época se hablaba principalmente de grupos subversivos para referirse a las organizaciones armadas como Montoneros o el ERP. La amenaza era habitualmente nombrada como la «subversión» tanto en la narrativa oficial como en la opinión pública.
Aunque es importante resaltar que el grueso de la víctimas del plan genocida no pertenecían a ninguna organización armada, existen varias cuestiones que vale la pena analizar sobre este enemigo que los represores se idearon.
En primer lugar, la definición de terrorismo es el ejercicio de la violencia contra blancos indiscriminados de la sociedad civil, con el fin de instalar el terror entre la población.
Los grupos insurgentes de los años setenta, por su parte, tenían blancos selectivos. Sus ataques estaban dirigidos principalmente hacia altos mandos de las Fuerzas Armadas y de las cúpulas policiales o empresarios ligados a gobiernos militares anteriores. No buscaban infundir el terror en la sociedad civil. Los atentados con explosivos tenían lugar principalmente en cuarteles y comisarías o edificios gubernamentales.
Ninguno de estos grupos puso bombas en jardines de infantes, como afirmó Javier Milei durante la campaña electoral. Tampoco llegaron a suponer nunca una amenaza militar real. Ninguna de las organizaciones guerrilleras consiguió estructurar un ejército permanente que pudiera disputarle una guerra a las Fuerzas Armadas. Y, para 1976, directamente estaban desarticuladas.
La represión estatal y paraestatal (Triple A) del gobierno de Perón e Isabelita (1973-1976), sumadas a las diviones internas de ambos grupos, ERP y Montoneros, más las complicaciones logísticas de operar a la sombra del Estado, mermaron cualquier capacidad de sostener una resistencia armada bajo la dictadura militar.
Por lo tanto, la primera falacia del discurso de Milei y Villaruel es el sobredimensionamiento de las organizaciones armadas de los setenta. Aquel «terrorista» que tanto invocan es un enemigo ficticio, porque el único terrorismo ejercido en esta época fue el terrorismo de Estado.
Pero, además, la aparición de estos grupos armados no puede entenderse sin poner en contexto los cinco golpes militares que precedieron al Proceso. El hecho de que un renglón muy politizado de la población creyera necesario tomar las armas está directamente ligado a las continuas interrupciones del orden democrático y al despliegue represivo de las distintas dictaduras militares.
Antes del golpe del 24 de marzo de 1976, tuvieron lugar el golpe a Irigoyen en 1930; a Castillo, en 1943 (Revolución del 43); a Perón, en 1955 (Revolución Libertadora); a Frondizi, en 1962, y, finalmente, a Illia, en 1966 (Revolución Argentina). Y todos habían tenido el mismo objetivo: desplegar una iniciativa represiva para disciplinar al movimiento obrero, a fuerza de persecusión y autoritarismo. La particularidad del último régimen militar fue que elevó el accionar represivo a una escala genocida.
Por qué fue un genocidio y no una guerra
En una guerra, se espera que las acciones militares estén sujetas a ciertas normas y principios, como la proporcionalidad y la distinción entre combatientes y civiles. En el caso de la dictadura argentina, las víctimas eran predominantemente civiles, y las acciones de represión fueron desproporcionadas en relación con cualquier amenaza real que pudieran representar. Además, la persecución se basaba en la afiliación política o social.
El objetivo de la dictadura militar argentina no era simplemente reprimir la disidencia, sino erradicar ciertos grupos sociales considerados como una amenaza para el régimen. Estos grupos incluían a activistas políticos, sindicalistas, intelectuales, estudiantes, artistas, deportistas, sacerdotes y cualquier persona sospechosa de oponerse al gobierno. El objetivo no era derrotar a un enemigo en combate, sino eliminar a individuos y grupos enteros basados en su pensamiento ideológico.
Fue una campaña planificada y sistemática de represión contra estos grupos denominados «subversivos». Esto incluyó la detención ilegal, tortura, ejecución extrajudicial y desaparición forzada de miles de personas, así como el robo de bebés nacidos en cautiverio. Estas acciones no se llevaron a cabo en el contexto de un conflicto armado con otra nación, sino que fueron perpetradas por el gobierno contra su propia población civil.
Además, los militares formados en la Escuela de las Américas lo habían hecho bajo una doctrina, según la cual, no bastaba con ejecutar a quienes encarnaban la «amenaza marxista», sino que había que aniquilarlos física y moralmente. Esto significaba desplegar la mayor brutalidad posible tanto en las torturas como en las ejecuciones.
Algunas de las prácticas más comunes incluían la aplicación de descargas eléctricas en partes sensibles del cuerpo, como los genitales, la asfixia con bolsas plásticas, la simulación de fusilamientos, la aplicación del «submarino», que consistía en sumergir la cabeza de la víctima en agua sucia o excrementos, y la utilización de métodos psicológicos como la privación de sueño, la amenaza de violencia sexual o la tortura de familiares frente al detenido.
Uno de los casos más estremecedores es el de Floreal Edgardo Avellaneda, militante de la Federación Juvenil Comunista, que con tan sólo quince años fue separado de su madre, torturado y empalado vivo. Un ejemplo perturbador del grado de sadismo que manejaban los grupos de tareas abocados a la represión clandestina bajo la dictadura.
Las víctimas y la discusión sobre el número final
Entre las maniobras discursivas para relativizar los crímenes perpetrados y desacreditar al movimiento por la Memoria, nunca falta el clásico cuestionamiento al número de 30.000 desaparecidos. En esta línea, Gómez Centurión, militar retirado y exfuncionario macrista, afirmó en una entrevista que «no es lo mismo 8 mil verdades que 22 mil mentiras».
Este latiguillo habitual de los negacionistas surge del número de denuncias recibidas por la CONADEP, entre 1983 y 1984, para el informe «Nunca Más» que recogía 8.961 casos de desapariciones forzadas. El propio informe reconoce que ese número representa un piso y que debido a la naturaleza clandestina de la represión y de las limitaciones de tiempo, recursos y acceso a la información, el número final quedaría abierto. Además, señalaron que muchas desapariciones no fueron denunciadas debido al clima de temor y represión que prevalecía en ese momento.
La otra artimaña discursiva para cuestionar la cifra de los 30.000 es que dicho número, en palabras del exfuncionario macrista Darío Lopérfido, «se arregló en una mesa para conseguir subsidios». La idea subyacente es que las organizaciones de derechos humanos, que denunciaban a la dictadura en el exterior, tuvieron que elevar la cifra de desaparecidos para recibir atención de los organismos internacionales. En la misma sintonía, un exmontonero, Luis Labraña, se atrevió a decir que fue él quien había inventado dicho número durante su exilio en Europa.
Pero, más allá del manoseo de la cifra por parte de ciertos personajes payasescos, lo cierto es que la evidencia disponible hace del número 30 mil una cantidad no sólo verosímil, sino que bien podría quedarse corta.
Un documento desclasificado por los Estados Unidos en el año 2006, revela un cable entre el Batallón 601 y la DINA, con motivo de informar los avances del Plan Cóndor, donde cifran el número de «muertos y desaparecidos» en 22.000 personas, entre los años 1975 y 1978. Un número que incluye también a las víctimas de la Alianza Anticomunista Argentina, organización de represión paraestatal que operó bajo el gobierno de Isabelita. Teniendo en cuenta que la dictadura se prolongó hasta el año 1983 y que los centros clandestinos de detención continuaron funcionando hasta el retorno a la democracia, el número de 30 mil incluso suena a poco.
Otra información disponible utilizada para realizar una aproximación al número de desaparecidos es que, hasta la fecha, existen 800 campos de exterminio identificados y, sólo en la ESMA, se computan, al menos, 4.500 detenidos desaparecidos.
En cualquier caso, 30 mil es un número abierto. En el año 2017, Martín Kohan, escritor y militante por la Memoria, dijo en un debate televisivo: «No tenemos muertos, tenemos desaparecidos. ¿Por qué? Porque la represión fue clandestina, porque no hubo cuerpos, porque se siguen buscando los cuerpos, porque se siguen buscando los niños apropiados. La cifra está abierta por eso. Y si la abrimos en 30 mil, […] la cifra abierta no es sólo que no sabemos […] es una exigencia de una respuesta».
Un plan económico criminal
La última dictadura militar argentina no fue un plan de exterminio porque sí. Además de objetivos políticos, tuvo marcados objetivos económicos. Las políticas de Martínez de Hoz consistían en una desindustrialización deliberada de la economía, para el beneficio de un puñado de empresarios locales y, en un sentido más general, para cumplir con los intereses de los Estados Unidos.
La liberación de precios y del tipo de cambio, la eliminación de subsidios y la toma de deuda con el FMI fueron tres patas de un programa de liberalización económica que provocaron más inflación, recesión y un aumento de la deuda externa. La idea era liquidar a los capitales más chicos, desarmar aquellos sectores de la industria que pudieran competir con los EEUU y favorecer la concentración en un puñado de conglomerados empresariales.
Esta política fue coronada en noviembre de 1982, estando Julio González del Solar como presidente del BCRA, con la estatización de la deuda privada de los grupos beneficiados por Martínez de Hoz durante su gestión. El Estado pasaba a hacerse cargo de la deuda en dólares de grandes grupos empresariales, por la suma de 15 mil millones de dólares. Los privados sólo tenían que comprar un bono equivalente en pesos, en un contexto donde el peso estaba licuándose. Recordemos que el Peso Argentino, el cual le arrancó cuatro ceros al Peso Ley 18.188 (vigente al momento de la estatización de la deuda), fue creado en junio de 1983, sólo siete meses después de la maniobra del BCRA.
Con la excepción de Marcos Galperín (Mercado Libre), los actores económicos que se consolidaron bajo la última dictadura son los mismos que hoy en día dominan la economía argentina. Pérez Companc, Fortabat, Bulgheroni, Arcor, Techint, Bunge y Born, Ingenio Ledesma, Clarín y La Nación son algunos de los nombres de esta lista.
Estos grupos empresarios no hicieron una fortuna compitiendo «libremente» en el mercado, sino asociándose con el Estado para hacer negocios. Pérez Compac, por ejemplo, recibió el 66% de Conuar, una empresa de combustibles nucleares con demanda permanente, dado que debe abastecer a las centrales nucleares del país. Otro claro ejemplo lo encontramos en la transferencia forzada del paquete accionario de Papel Prensa, empresa clave en el rubro editorial, a Clarín, La Nación y La Razón.
Capítulo aparte merece el hecho de que la dictaura se dedicó a secuestrar y desaparecer a las comisiones internas combativas de muchas de estas empresas, para que pudieran disponer de salarios a la baja y recortar conquistas laborales. Es decir, que ganaran competitividad por la vía de un aumento de la tasa de explotación. Uno de los casos más resonantes es el de Carlos Blaquier (Ingenio Ledesma) y la Noche del Apagón. Tras la desconexión intencional de la usina eléctrica que abastecía al ingenio jujeño, la empresa de Blaquier proveyó de vehículos y logística para facilitar el secuestro de los obreros que la empresa tenía en su lista negra. Al día de hoy, 55 de los 400 detenidos de aquella noche continúan desaparecidos.
Milei y el renacimiento del discurso negacionista
Cuando Javier Milei eligió a Victoria Villaruel como su segunda diputada, primero, y compañera de fórmula presidencial, después, lo hizo a sabiendas del discurso que representaba. Una hija de militares y defensora de genocidas, que iba más allá de la «teoría de los dos demonios» para colocar a los represores en el lugar de héroes de una guerra sucia librada contra el terrorismo. La actual vicepresidente, no obstante, armaba cuidadosamente su discurso para no caer en una reivindicación furiosa de la represión genocida y ser tomada como una apologista criminal.
Su compañero de fórmula, sin embargo, no tuvo el mismo cuidado durante los debates presidenciales y llegó a repetir textualmente las palabras que el genocida Emilio Massera utilizó para defenderse en el juicio a las juntas militares. Esto no puede ser leído de otra forma más que una negación del genocidio y una reivindicación directa al accionar criminal de la última dictadura.
Si Javier Milei pudo quebrar todos los consensos democráticos y aun así ser electo presidente, se debe a una cosa: su exitosa construcción de un enemigo. Un enemigo que comparte cuerpo, físico y simbólico, con los desaparecidos de la última dictadura militar.
Para él, los «zurdos» o los comunistas son un conjunto de criminales que sólo buscan atentar contra la vida y la propiedad privada. Les carga a sus espaldas una irrisoria cifra de 150 millones de muertes, quién sabe dónde y cuándo.
Sus propagandistas en Twitter igualan a una Madre de Plaza de Mayo con un torturador de la Cheka en plena Guerra Civil Rusa. Recurren a todo tipo de calumnias y difamaciones para presentar a las víctimas como victimarios. Y a los sádicos grupos de tareas como héroes.
Los derechos humanos dejan de ser parte de una lucha colectiva para convertirse en un «curro». Y todo lo colectivo pasa a estar mal, dando lugar al más ramplón y deshumanizante individualismo.
La historia se olvida y el individuo, aislado y ensimismado, pasa a ser el centro de todo. Una lógica que se resume en una premisa: «la libertad de uno termina donde empieza la del otro». Un enunciado de donde se deduce que tendríamos más libertad si ese «otro» no existiera. Y ahí es donde radica la esencia de la última dictadura militar, en la supresión de ese «otro».
El plan económico de Javier Milei requiere, al igual que el plan económico de Martínez de Hoz, la eliminación de ese «otro» que molesta, que se resiste a ver caer su salario o pasar hambre.
Ese «otro» eran los obreros combativos en los setenta y hoy son los obreros desocupados que cortan calles por un bolsón de comida, los piqueteros. Una masa de gente que es hija de la desindustrialización del país, a la cual la dictadura contribuyó enormemente, y para la que Milei no tiene otra solución más que dejar de mandar alimento a los comedores y amenazar con cortarles los planes sociales.
El cinismo no podría ser mayor, puesto que quieren aniquilar a la misma gente que ellos crearon con sus políticas de primarización económica y postración ante los EEUU. Y lo más irónico, es que a pesar de que odian tanto a esta masa de desocupados estructurales, hacen todo lo posible para que esta población crezca, dejando a miles de trabajadores sin empleo y llevando a la quiebra a comerciantes y PyMEs.
Mientras tanto, todo el que cuestione el discurso libertario será linchado en las redes sociales y sometido a una deshumanización que, por ahora, es sólo simbólica. Pero que, día a día, trabajan para que deje de serlo, como ya ocurrió esta semana con la militante de la agrupación HIJOS, violada y torturada en su propia casa por militantes libertarios, en vísperas de un nuevo 24 de marzo.
La prédica negacionista de los libertarios rompe consensos democráticos elementales, deshumanizando a las víctimas y justificando a los genocidas.