El 22 de enero de este año, la Corte Suprema de los Estados Unidos falló contra el Estado de Texas por instalar alambre de púas en la frontera con México, sobre las orillas del Río Bravo. Esta medida buscaba disuadir la inmigración procedente de distintos países, incluido el propio México. Sin embargo, lo único que logró fue dejar un tendal de tres muertos y centenares de heridos.
El responsable de la medida fue el gobernador texano Greg Abbott, quien detenta el cargo desde 2015. El mandatario republicano había implementado otra medida similar previamente, cuando instaló unas bollas gigantescas sobre el Río Bravo, lo cual provocó que muchos migrantes murieran ahogados. Joe Biden lo demandó ante la Corte en aquel entonces y la Justicia Federal ordenó retirar el bollado.
Lo misma secuencia se repitió ahora con el alambre de púas, pero con una diferencia garrafal. Esta vez, el gobernador dijo que usaría a la Guardia Nacional tejana para arrestar a cualquier agente federal que osara cortar su alambre de púas. El problema es que la Justicia Federal ya ordenó hacerlo a los agentes migratorios, los cuales básicamente son policías federales.
Es decir que, de cumplirse las órdenes del gobernador Greg Abbott, tendremos a una fuerza del orden estatal enfrentándose a una fuerza federal. Básicamente, el inicio de una guerra civil de carácter secesionista.
El conflicto, sin embargo, no se limitó a Texas y otros veinticinco Estados, cuyos gobernadores comparten la misma visión política sobre la cuestión migratoria, manifestaron su apoyo al gobernador Greg Abbott. Trece de estos están enviando a sus divisiones locales de la Guardia Nacional para apoyar militarmente al mandatario republicano, en caso de que el conflicto escale.
Los trece Estados que, hasta el momento, enviaron efectivos para apoyar a Texas son: Arkansas, Florida, Idaho, Iowa, Nebraska, Dakota del Norte, Ohio, Oklahoma, Carolina del Sur, Tennessee, Virginia y Virginia Occidental.
La crisis migratoria está actuando como un catalizador que agudiza las contradicciones internas de un imperio en decadencia. Luego de décadas de una hegemonía solitaria, ahora los Estados Unidos disputan con China el liderazgo mundial, una disputa que están perdiendo.
Los espejismos sobre el crecimiento de su PBI ocultan a una nación fragmentada, donde las peligrosas «nuevas derechas» crecen y se radicalizan aceleradamente, como demostró la toma del Capitolio en 2021. El trasfondo de la cuestión es la caída de la tasa de ganancia de una burguesía incapaz de competir contra China, que quiere recuperar sus condiciones de acumulación de capital y no sabe cómo.
En este contexto, la inmigración se convierte en un chivo expiatorio. Culpan a los inmigrantes pobres de engrosar el gasto estatal y debilitar a la economía estadounidense. Sin embargo, el deterioro estructural de la economía yanqui no responde a un fenómeno migratorio, que siempre ha existido y dinamizado su economía, sino a las contradicciones propias de un capitalismo en declive.
En un contexto de sobreproducción mundial y guerra comercial, Estados Unidos debió adoptar medidas proteccionistas, como nunca antes, durante la era Trump. La política fiscal para revertir la deslocalización industrial, la reestricción de importaciones de China o el enfrentamiento directo contra Huawei y Tik Tok, fueron algunas de las expresiones de esta nueva política defensiva, en un país que antes se podía jactar de dominar holgadamente el mercado mundial.
Joe Biden continuó, en sintonía con su predecesor, las políticas de proteccionismo y enfrentamiento contra China. La reciente prohibición a NVIDIA de vender sus tarjetas gráficas al país asiático son una muestra de esto.
Pero sucede que, en realidad, Estados Unidos no tiene manera de competir contra China sin aumentar la tasa de explotación en su propio territorio y de expoliación en los territorios extranjeros. Recomponer las condiciones de acumulación capitalista, que le permitiría a la economía yanqui competir con el gigante asiático, implicaría necesariamente una pulverización del salario a nivel local, para abaratar la mano de obra a riesgo de comprometer su mercado interno, y un mayor intervencionismo en el extranjero para asegurarse recursos naturales a precios irrisorios, lo que afectaría a la economía y al nivel de vida de los países afectados.
Por lo tanto, los Estados Unidos no tienen forma de mantener su hegemonía mundial sino es sobre la base de un enfrentamiento directo contra el propio proletariado estadounidense y la clase obrera mundial.
En 1861, cuando se produjo la Guerra de Secesión, el capitalismo atravesaba una fase de expansión y desorrollo fenomenal. El triunfo del norte industrial sobre el sur esclavista barrió los relictos precapitalistas del territorio estadounidense y allanó el camino para el crecimiento económico que, al culminar el proceso de Guerras Mundiales, consolidaría a los Estados Unidos como la primera potencia del mundo.
Hoy, esa potencia está en retirada. Y esta posible guerra civil ya no es la expresión de un capitalismo en ascenso que necesita terminar con las formas de trabajo precapitalistas, como en 1861, sino la de un capitalismo en declive que tiende a la catástrofe.
Tal vez ocurra que, por segunda vez en su historia, los Estados Unidos, tan proclives a iniciar guerras en el extranjero, esta vez no puedan evitar una guerra en su propio territorio.
Las consecuencias de este desacato de Texas a la Suprema Corte y al gobierno federal, que políticamente partió a la mitad a los gobernadores del resto de los Estados, todavía están por verse. Desde un Texit, salida de Texas de los Estados Unidos, hasta una guerra de secesión, todos los escenarios están abiertos.
El gobernador de Texas dijo que utilizará a la Guardia Nacional tejana para enfrentar a los agentes federales que interfieran en su política migratoria.