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La consciencia, el fenómeno donde la ciencia tropieza con el misterio del ser

La consciencia es, sin lugar a dudas, uno de los grandes enigmas del pensamiento humano. Es lo más cercano y a la vez lo más inasible: aquello desde donde todo se ve, pero que no puede verse a sí mismo con claridad. Durante siglos ha sido dominio de la filosofía, pero en las últimas décadas la ciencia, la tecnología y la neurociencia han intentado abordarla con nuevas herramientas. Sin embargo, el misterio persiste. En esta nota exploraremos sus distintos enfoques teóricos, los avances tecnológicos que buscan replicarla o preservarla, y los dilemas existenciales que plantea el hecho de ser uno mismo, aquí y ahora.

La pregunta inicial: ¿Dónde sucede la consciencia?

No basta con saber qué partes del cerebro se activan al pensar, sentir o recordar. La verdadera pregunta es dónde ocurre el fenómeno de la experiencia consciente. No hay un punto en el cerebro que podamos señalar como «el lugar del yo». Lo que encontramos son patrones, redes, flujos de información distribuidos. Ningún órgano por sí solo genera la sensación de estar vivos desde adentro. No hay una pantalla interna, ni un narrador central, y sin embargo, algo experimenta el mundo.

Las teorías en juego son muchas, y cada una responde desde una ontología distinta. El funcionalismo sostiene que lo importante no es el sustrato, sino la función: si un sistema procesa información de manera equivalente al cerebro humano, podría ser consciente. La teoría de la información integrada (IIT) va más allá: afirma que la consciencia surge cuando hay un grado alto de integración e irreductibilidad de información en un sistema. La fenomenología, en cambio, sostiene que la consciencia no puede aislarse del cuerpo ni del mundo: no hay pensamiento sin percepción, ni percepción sin corporeidad.

El intento de leer la mente

En las últimas décadas, los avances en neuroimagen, inteligencia artificial y modelos estadísticos han permitido reconstruir con cierto éxito pensamientos e imágenes a partir de actividad cerebral. Mediante resonancias magnéticas funcionales (fMRI) y redes neuronales, algunos experimentos lograron decodificar frases que una persona estaba pensando, e incluso reconstruir imágenes visuales con un nivel de fidelidad sorprendente.

Pero estas formas de «lectura mental» están lejos de ser una ventana directa a la consciencia. Detectan correlaciones, no intencionalidad. No acceden al «yo que piensa» sino a los patrones estadísticos que se activan cuando un pensamiento se expresa internamente. Aun así, la posibilidad de interfaces cerebro-computadora (BCI) plantea escenarios futuros donde el pensamiento podría convertirse en acción sin mediación verbal ni corporal.

¿Es replicable la consciencia? ¿Puede aislarse?

Uno de los sueños tecnológicos del siglo XXI es la idea de copiar, transferir o preservar una consciencia individual. Las propuestas se agrupan en tres grandes líneas:

➜ Upload o copia digital: escanear y simular un cerebro completo en un soporte artificial. El dilema: ¿la copia será una nueva consciencia, o continuará siendo la misma?

➜ Sustitución progresiva: reemplazar parte por parte del cerebro biológico con versiones artificiales funcionalmente idénticas, conservando la continuidad del yo.

➜ Transplante o conservación cerebral: mantener un cerebro vivo en otro cuerpo, o fuera de un cuerpo, conectado artificialmente al mundo.

A estas se suman nuevas líneas de exploración tecnológica:

➜ Interfaces neuronales avanzadas (como Neuralink), que buscan crear puentes bidireccionales entre el cerebro y sistemas externos.

➜ Conservación criónica del tejido cerebral, con la esperanza futura de reanimación o escaneo integral.

➜ Modelado completo de la conectividad sináptica (conectoma) para su eventual emulación.

➜ Sistemas híbridos bio-digitales donde se implantarían módulos de procesamiento externo directamente en estructuras cerebrales aún vivas.

La mayor dificultad no es técnica sino filosófica: la continuidad fenoménica. La consciencia no es información ni memoria: es la experiencia de ser, en primera persona. Si se corta esa continuidad, aunque la copia actúe igual, ya no sos vos.

Consciencia y campos extendidos

La consciencia tiene una propiedad singular: no parece estar en ningún lugar, pero todo ocurre dentro de ella. No ocupa espacio como una partícula, pero abarca la totalidad del campo experiencial.

En física hay fenómenos parecidos:

Los campos cuánticos, que están en todo el espacio y cuyas excitaciones locales forman partículas.

La gravedad, que es una propiedad del espacio-tiempo mismo, invisible pero determinante.

El entrelazamiento cuántico, que une entidades sin importar la distancia.

Estas analogías no resuelven el misterio, pero invitan a pensar que la consciencia podría ser un campo fenomenológico extendido, más que una función local de un órgano.

La pregunta imposible: ¿Por qué soy yo, y no otro?

Esta es una pregunta que desarma toda explicación objetiva. Desde un punto de vista materialista, debería dar igual que exista esta consciencia o cualquier otra. Pero la experiencia de ser este yo, aquí, ahora, es irreductible. No podemos intercambiarnos con nadie. No hay forma de percibir otra consciencia más que la propia.

Esto ha llevado a algunos pensadores a hablar de una «catástrofe epistemológica»: todo puede explicarse desde fuera, menos el hecho de que hay alguien que lo está viviendo desde dentro.

No hay explicación para por qué no sos otro. El universo podía haber tenido cualquier punto de vista, y sin embargo, está ocurriendo desde vos. La experiencia del yo es el milagro fundamental, incluso para quien no cree en milagros.

El fin del universo y la paradoja de Boltzmann

Si alguna consciencia logró sobrevivir al fin del universo, ¿no debería estar aquí? Esta pregunta se relaciona con el llamado «problema de los cerebros de Boltzmann». Ludwig Boltzmann, físico del siglo XIX, propuso que el universo podría surgir como una fluctuación estadística dentro de un estado de entropía máxima. Si eso es cierto, entonces la existencia de estructuras complejas como un universo entero es muchísimo menos probable que la aparición momentánea de un solo observador consciente flotando en el caos.

Ese observador, ese «cerebro de Boltzmann», no tendría historia ni entorno coherente: sólo una ilusión fugaz de sentido. Si esta teoría fuera correcta, deberíamos ser esas consciencias sin pasado, sin cuerpo, sin mundo. Y sin embargo, experimentamos continuidad, causalidad, estructura. Esto sugiere o bien que el universo tiene una base más estable de lo que esa hipótesis plantea, o que la consciencia requiere más que una chispa estadística para emerger.

La paradoja persiste: si alguna consciencia logró sobrevivir al fin de todo, si hubo una «mente final» capaz de reconstruirse o recordar el universo, ¿por qué no somos ella? Tal vez porque la consciencia no puede transferirse entre entidades, sólo ocurrir donde ocurre. Cada consciencia es una aparición única, sin acceso al ser de las otras. Y esta, ahora, es la tuya.

Heidegger y el enigma del ser

El filósofo Martin Heidegger ofreció una perspectiva radicalmente distinta sobre la consciencia. Para él, el error de la tradición filosófica era reducir el ser a un objeto entre objetos. Su propuesta fue volver a pensar el ser-ahí (Dasein), es decir, al ser que se pregunta por su ser, al ser que está expuesto al mundo y al tiempo.

La consciencia, en esta visión, no es un contenedor de representaciones, sino una apertura. No somos una cosa que piensa, sino una forma de apertura al ser. La existencia humana es siempre un estar-en-el-mundo, lanzado entre el nacimiento y la muerte, y afectado por la angustia, la finitud y la posibilidad.

Desde esta óptica, intentar aislar, copiar o replicar la consciencia es una contradicción: la consciencia no es algo que se tiene, sino algo que se es. Es un modo de estar que no puede disociarse de su temporalidad, de su mundo, de su finitud. No se trata de prolongar una consciencia, sino de comprender su sentido.

El umbral que no podemos cruzar

La consciencia es lo más difícil de la ciencia moderna porque no es un objeto del mundo, sino la condición para que haya mundo. Todo lo demás puede medirse, explicarse, falsarse. Pero la consciencia es, al mismo tiempo, fenómeno y observador.

Podremos algún día replicarla, preservarla, expandirla o extenderla en otros cuerpos o sistemas. Pero no podremos nunca resolver el misterio de por qué somos quienes somos. Ese no es un problema técnico ni filosófico, sino una paradoja radical, tan antigua como el asombro.

Y quizás por eso, aunque el universo tenga 13.800 millones de años y leyes que lo rigen con precisión, el hecho de que algo lo esté experimentando desde dentro sea su secreto más hondo. Y su mayor milagro.

La consciencia no es un objeto que podamos observar, sino el abismo desde donde todo ocurre. Ciencia, tecnología y filosofía intentan bordear su misterio.