Los argentinos tenemos presidente electo. Y, para el desconcierto de muchos y la alegría de otros, es nadie menos que Javier Milei. Un 55% del electorado se inclinó por un candidato liberal libertario que promete resolver los problemas del país abrazando los principios del libre mercado, poniendo el foco en el sector privado y reduciendo el Estado a su mínima expresión.
Una porción sustantiva de la población aspira a un gobierno que termine con las penurias económicas que la aqueja. Sin embargo, nada de eso va a ocurrir. El gobierno de Javier Milei está destinado al fracaso.
Durante los últimos cuatro años fuimos bombardeados, tanto en las redes sociales como en los medios de comunicación, con propaganda liberal de la más pura y dura. Y los think tanks liberales lograron instalar en la opinión pública una serie de mitos y falacias sobre economía, política y el funcionamiento en general de una sociedad:
“Que en Argentina no hay inversión porque el sector privado es asfixiado a impuestos”.
“Que tenemos alta inflación porque tenemos déficit fiscal y emitimos para cubrirlo”.
“Que el Estado no puede hacer nada de forma eficiente y que los únicos que pueden hacer las cosas bien son empresarios privados”.
“Y que la única forma de salir adelante es con más libertad económica”.
Pero ninguna de estas afirmaciones resiste la prueba de la realidad.
Argentina no tiene una presión fiscal elevada, comparada con otros países del Primer Mundo o medianamente desarrollados.
Si tomamos el índice que elabora el Banco Mundial de recaudación impositiva como porcentaje del PBI, vemos que dicho dato ronda el 11,5% de nuestro PBI. Es decir que, según el Banco Mundial, lo que el Estado recauda en impuestos es apenas la décima parte de toda la riqueza que producimos en un año.
¿Y cuánto es en otros países?
La media mundial para el año más reciente sobre el que se publicó el índice (2021) rondaba el 14,4% del PBI. Es decir que Argentina, con su 11,5%, se encuentra por debajo del promedio de todos los países.
Pero si tomamos naciones del Primer Mundo, la diferencia es todavía más grande.
La recaudación impositiva de Francia, por ejemplo, equivale al 24% de su PBI. Más del doble que nosotros. Suecia, conocida por sus altos estándares de vida, un 27,3%. Nueva Zelanda, un país al que a los argentinos les encanta irse a levantar kiwis, un 28,8%. Y Dinamarca, uno de los países en el top de desarrollo humano, 35,5%.
Y es que incluso estamos por debajo de los niveles de recaudación fiscal de países que los propios liberales toman de ejemplo, como el caso de Singapur, donde ese número es de 13,1% del PBI.
Pero entonces, ¿por qué la gente tiene la percepción de que los impuestos son altos?
Porque lo que resulta alto es el esfuerzo fiscal. Ganamos menos y como ganamos menos, pagar los impuestos nos resulta más difícil. Esto aplica tanto para las economías familiares como para las empresas.
Pero los empresarios, a diferencia del resto de los argentinos, gozan de toda una serie de beneficios que los demás mortales, no.
En primer lugar: exenciones impositivas. Todos los años, cuando se vota la ley de presupuesto, el Estado exime del pago de muchos de estos a múltiples actividades económicas. Y no sólo eso, sino que las subsidia directa o indirectamente. Y estas son dos de las razones por las que tenemos déficit fiscal.
Un estudio científico de 2018 publicado en la revista el Aromo señala que los servicios económicos superan holgadamente a los servicios sociales en la composición del gasto del Estado. O, dicho de otro modo, el Estado gasta más subsidiando al sector privado que dándole un subsidio a la población desocupada: el famoso plan social. Sólo que los planeros, en este caso, son los empresarios.
Para ser más claros, el conjunto del sector privado argentino vive prendido de la teta del Estado, no al revés.
Lo cual nos lleva al segundo punto y una de las razones por las que va a fracasar Javier Milei: El grueso del empresariado argentino es incapaz de competir en condiciones de libre mercado.
Las empresas argentinas, en su mayoría, no tienen escala suficiente para competir en el mercado mundial. No son capaces de exportar y conquistar mercados que generen divisas, sino que importan componentes del exterior para fabricar productos que son vendidos en el mercado interno, a un precio más caro que afuera. Por esa razón, necesitan que las importaciones de productos de consumo final estén cerradas.
Nuestro empresariado es fundamentalmente mercadointernista. Demanda dólares para producir, pero no los repone exportando, porque no tiene escala de producción suficiente para hacerlo. De hecho, como suelen repetir los investigadores del CEICS, toda la industria manufacturera argentina, a escala mundial, representa menos que una PyME.
No importa cuánto se bajen los impuestos, con una apertura indiscriminada de importaciones, el grueso de nuestras empresas manufactureras, que son básicamente PyMEs y generan la mayor parte del trabajo argentino, iría a la quiebra sin remedio.
Las políticas de Milei van a generar quiebras masivas en el sector privado, lo que va a disparar la tasa de desempleo. Pero, además, Milei prometió hacer un ajuste bestial en los gastos del Estado. El famoso “plan motosierra”, cuyo resultado va a ser que, a la destrucción de empleos privados, se va a sumar la desaparición de empleos públicos. Un combo explosivo que puede dejarnos con un nivel de desocupación más alto que el del 2001, cuando la cifra llegó al 21,5%.
Esto supone la destrucción total del mercado interno. Lo cual no sólo va a afectar a los trabajadores asalariados, sino a los comerciantes y emprendedores.
Quien tenga una verdulería, una carnicería, una peluquería, un gimnasio o cualquier otro emprendimiento va a perder clientes por la abismal caída del nivel de consumo. Con menos trabajadores, públicos y privados, también habrá mucho menos consumo. Y, por lo tanto, menos ventas. ¿Qué sucederá cuando esos comercios tengan que pagar el alquiler del local o reponer mercadería? Fácil, van a fundirse.
Alguien puede argumentar que los puestos de trabajo que se destruyan van a ser sustituidos por los que genere la inversión extranjera cuando Milei recupere la confianza del mercado. Sin embargo, las empresas extranjeras sólo se asientan en un país cuando el gobierno puede garantizarles una serie de beneficios como exención de responsabilidad por daños ambientales, beneficios impositivos y, sobre todas las cosas, mano de obra muy barata.
Los argentinos ya somos bastante baratos. El salario mínimo en Argentina equivalía a 570 dólares en 2015 y hoy representa apenas la cuarta parte de eso. Unos 146 dólares, si tomamos el blue a mil pesos. Y, aun así, los capitales extranjeros no vinieron a localizarse en Argentina, porque, para ser atractivos como destino de inversiones manufactureras, debemos tener salarios todavía más miserables.
Para competir contra países como Etiopía o Bangladesh, tendríamos que llevar nuestro salario mínimo por debajo de los 20 dólares. Y esto implica el proceso de destrucción del mercado interno y de pulverización del consumo del que hablábamos antes.
¿Pero qué pasa si Milei modera su programa y lo aplica de forma gradual o adopta otro plan de gobierno? ¿Los resultados serían los mismos?
Incluso si Milei abandona el libre mercado y se vuelve, mágicamente, proteccionista, el resultado sería el mismo, pero en cámara lenta.
Dijimos que la industria argentina vive prendida a la teta del Estado para sobrevivir. Pero además de recibir subsidios y beneficiarse de las exenciones impositivas y las importaciones cerradas, nuestro sector manufacturero requiere una cosa más para poder funcionar: mano de obra regalada. Y eso fue, básicamente, el gobierno del Frente de Todos: pulverización del salario.
Toda empresa, para sostener o aumentar sus márgenes de ganancias, tiene dos caminos: aumentar su productividad invirtiendo capital o aumentar su tasa de explotación reduciendo costos laborales.
Las empresas argentinas carecen del capital suficiente para aumentar su productividad, así que aumentan la tasa de explotación.
Hoy, buena parte de los costos laborales directamente no existen, ya que la mitad del empleo argentino es informal. Es decir, los patrones no pagan cargas sociales por sus empleados o los disfrazan de monotributistas. Pero, además, entre la inflación galopante y las sucesivas devaluaciones, el poder adquisitivo del salario se desplomó hasta niveles inéditos, abaratando enormemente la mano de obra.
Garantizarle mano de obra regalada a un sector privado ineficiente e incapaz de competir en el mercado mundial nos deja atados al atraso económico y también a salarios cada vez más miserables, para sostener a un puñado de empresarios que ha fracasado en la tarea de desarrollar este país.
El problema de fondo, en definitiva, no es libre mercado o proteccionismo. No es Massa o Milei. Cristina o Macri. El problema de fondo es la inviabilidad de la economía de mercado para desarrollar las fuerzas productivas de nuestro país. Ya sea por la vía de la intervención del Estado para regularla o la de más libertades económicas para desregularla, la economía de mercado está agotada en Argentina.
¿Y si no es el sector privado, ni la economía de mercado, qué alternativa tiene Argentina? ¿O acaso no hay ninguna salida y lo único que queda es asumir que seguiremos empobreciéndonos hasta convertirnos en Haití?
Bueno, mientras sigamos creyendo que el sector privado tiene que ser el motor de desarrollo de la economía argentina, vamos a seguir empobreciéndonos hasta convertirnos en Haití.
Pero existe una alternativa.
La empresa más eficiente de la Argentina no es una empresa privada, sino estatal. Se llama INVAP y exporta, entre otras cosas, reactores nucleares y radioisótopos al mundo. Es una empresa de alta tecnología que genera cientos de millones de dólares sin generarle un déficit al Estado porque se monta sobre un capital científico y técnico que es producto de una educación universitaria gratuita de calidad mundial y un relicto de otra época que fue la decisión del Estado argentino de apostar al desarrollo nuclear en 1950, con la creación de la Comisión Nacional de Energía Atómica.
El sector nuclear argentino, a pesar del desfinanciamiento sostenido de los últimos gobiernos, sigue siendo altamente competitivo a nivel mundial. Tanto es así, que somos pioneros en el desarrollo del reactor modular de baja potencia conocido simplemente como CAREM.
Para sintetizarlo. El mundo ya no busca hacer centrales nucleares gigantescas y costosas, sino unidades más pequeñas, rentables y fácilmente comercializables. Y eso es el reactor CAREM. En esta otra nota lo explicamos mejor.
Debido a los Acuerdos de París para cambiar el paradigma energético hacia fuentes con una menor huella de carbono, el mundo deberá migrar masivamente a la energía nuclear en unos pocos años. La cual, vale a aclarar, es la fuente más limpia de energía.
Este cambio de paradigma representa una ventana de oportunidad gigantesca para la Argentina, porque podemos consolidarnos como exportadores de alta tecnología. O, lo que es lo mismo, de bienes con mucho valor agregado. Y esto nos permitiría generar los dólares y las divisas que hoy escasean en nuestro país.
El de la industria nuclear es sólo un ejemplo, entre muchos rubros de alta tecnología y alto valor agregado, cuyo desarrollo a una escala exportable cambiaría la economía argentina para siempre. Hablamos del sector nuclear, pero podríamos hablar también de los satélites y las telecomunicaciones como ARSAT, el software y la industria del conocimiento o también de la elaboración de baterías de litio.
Estas son ventanas de oportunidad que probablemente se cierren de acá a cuatro años, si es que no se pierden antes por las decisiones ideológicas de Javier Milei.
Estados Unidos hace poco suspendió el desarrollo de su prototipo de SMR que llevaría adelante NuScale y está muy interesado en poner sus manos sobre nuestro reactor CAREM. Un proceso de privatización del sector nuclear argentino nos quitaría la única posibilidad de superar la decadencia que atraviesa nuestro país y terminaría de convertirnos en una república bananera.
Si queremos terminar con el atraso económico y elevar el estándar de vida de nuestra población hasta niveles escandinavos, lo que tenemos que hacer es entender que llegó la hora de planificar la economía y organizar el esfuerzo de todos de tal manera que realmente de frutos para la sociedad, en lugar de que sólo genere rédito para un puñado de empresarios parásitos que viven del Estado, mientras el resto de los argentinos percibe ingresos cada vez más miserables.
Vivimos cada vez peor para que una casta social sostenga la fantasía de ser buenos burgueses.
En Argentina, la solución es la planificación económica para insertarnos en el mercado mundial como exportadores de alta tecnología y generar así las divisas que hacen falta para sostener un proceso de industrialización que nos coloque en el escenario internacional como una potencia tecnológica de primer orden.
Lamentablemente, no existe hoy ningún espacio político que proponga esto. Pero, mientras más rápido asumamos que no hay un espacio político que pueda sacarnos del atraso económico, más rápido vamos a entender que somos los argentinos a los que sí nos importa nuestro desarrollo, quienes debemos fundarlo y construirlo.
Tenemos que animarnos a soñar con esa Argentina potencia tecnológica que podemos ser y que terminaría, de una vez por todas, con las penurias económicas que vivimos.
Pero, fundamentalmente, tenemos que organizarnos. Organizarnos para impedir que Javier Milei pueda avanzar en la destrucción de la ciencia y tecnología de Argentina. Organizarnos para evitar que pueda privatizar nuestras empresas estatales tecnológicas, como las del sector nuclear. Y empezar a construir una alternativa política que le ofrezca al electorado un programa de gobierno serio, centrado en la planificación económica y que pueda ser una opción de poder en las próximas elecciones.
Sucede que, si al fracaso de Milei, le sigue la vuelta de los mismos de siempre, entonces sí vamos a ir de fracaso en fracaso hasta que Argentina se convierta definitivamente en Haití.
El presidente electo espera que el sector privado sea el motor del país, pero la mayoría de las empresas privadas viven de un Estado que él quiere destruir.